Victor Hofmannsthal ha pasado a la historia como el pintor que nunca terminaba sus cuadros. Se conocen más de doscientos lienzos firmados por él. Algunos llevan sólo una línea, otros un paisaje a punto de aparecer que en realidad podría estar también desapareciendo. En un museo de Basilea puede verse un gran castillo que debía rodearse de niebla y que da la sensación de estar flotando sobre el bosque. Es una pintura misteriosa la de Hofmannsthal, no sólo por el suspense que presentan unas obras cuya concepción final nos resulta imposible conocer, un suspense que anula la imaginación sobre aquello que falta, sino por el carácter enigmático del artista y sus extrañas razones para no finalizar sus proyectos. En una ocasión, entrevistado con motivo de su única exposición en vida, un periodista le inquirió sobre el motivo de su renuncia. Hofmannsthal encedió su pipa, miró a su interlocutor y se encogió de hombros. “¿Y qué pongo yo en el periódico? ¿Qué clase de respuesta es ésa?”, protestó el plumilla. “Escriba unos puntos suspensivos, será lo más seguro.” El periodista tomó la contestación como una afrenta y se marchó. En la edición del domingo un titular decía “Inaugurada exposición de pintura. Artista y lugar, debajo de los puntos suspensivos”, y tres grandes círculos negros remachaban la página. La exposición fue un fracaso y, ante la inequívoca falta de interés del público por ella, fue clausurada tres días más tarde. Victor Hofmannsthal fue siempre un pintor consciente del fracaso constitutivo en el que su trabajo consistía: captar la realidad, trocearla, calcularle lo ancho y lo profundo, decidir la perspectiva y el color y lanzarla a algún lugar en el espacio de una tela. Cada día, al terminar su sesión, miraba las manchas en sus ropas y se desataba el delantal pensando que en la percha colgaba goterones de realidad. Pero también sabía que al cerrar la puerta del taller la realidad continuaba y que seguramente ni todos los pintores del mundo, desde las cuevas del norte de España hasta el gran Monet, podrían contenerla ni en trazos ni en colores. Conocía la limitación esencial de cualquier arte, que la representación de una cosa no es la cosa misma, que no podía reducir el mundo a la paleta por más que hubiera aprendido a descomponer la luz. Ni siquiera Monet. Sin embargo, la inanidad última de su oficio le frustraba y le llevaba a la melancolía. Victor Hofmannsthal sólo conoció un sentimiento parecido a lo largo de su vida y fue para él la única traición a una poética negativa de la que sólo dejó escrito el nombre en su cuaderno: Pictura ut amor. Amar a alguien era una tarea radicalmente insatisfactoria, pues nunca podía cumplirse el deseo de posesión por completo. Querer era querer tener, delante, a disposición en un eterno presente. Pero esa pulsión era asimismo contradictoria porque sólo se podía querer aquello que de hecho no estaba siempre presente. Y era sobre todo contradictoria porque se oponía a las insuperables condiciones de la realidad. El amor no agotaba el objeto, que seguía allí con su incontrolable vida propia, como un atardecer termina o se oscurece o se llena de truenos antes de desmontar el caballete. Hofmannsthal vivió un romance desdichado con una muchacha de la que, a través de las cartas, sólo se conoce que se llamaba Rosana W., que era más joven que él y que su familia tenía algún comercio cerca de la estación de ferrocarril de Lausana, que el pintor frecuentaba sobre todo en los meses de verano. Se sabe que Rosana estuvo insistiendo durante largo tiempo a Hofmannsthal para que le hiciese un retrato, pero por la correspondencia podemos inferir que esta demanda tenía más de curiosidad y coquetería que de admiración: la hipótesis de que Rosana conociera la obra de su amante no resulta ya sostenible, como demostró el estudio de Philipe Natorp hace tiempo. Hofmannsthal fue en principio reacio a este encargo, temeroso de no hacer justicia a la belleza de la muchacha o de que a ésta no le agradase su visión. En el fondo, Hofmannsthal la amaba tanto que no se sentía capaz de poder reunir en el lienzo todo lo que Rosana le inspiraba. Un día ella le forzó a demostrar la sinceridad de sus intenciones –hablaban de casarse en un par de meses si una próxima exposición en Basilea salía bien-. Le escribió que debía retratarla, que no acudiese a visitarla si antes no le enviaba el cuadro. Hofmannsthal vació la pipa y encogió fastidiosamente los hombros, pero al cabo de un momento sonrió. Corrió a su taller y se encerró un día entero. En cuanto se hubo secado, envió la pintura en el primer tren hacia Lausana y esperó con una extraña mezcla de alivio e impaciencia. Era el primer cuadro que llegaba a terminar. Una semana más tarde recibió una carta del padre de Rosana. Exigía disculpas o una satisfacción por el insulto a su hija. ¿Qué podía esperar de un marido que ni siquiera se dignaba a pintar su cara completa y escatima de ese modo cualquier rasgo identificativo? ¿Eso signficaba para él su hija, una cabeza sin rostro, un ojo en mitad de la nada? La humillación no tenía precedentes y la joven estaba destrozada. De poco le sirvió al artista viajar hasta Lausana y, en un descuido del padre, acceder hasta Rosana y hablarle para jurar que no había burla, que era todo producto del amor. Nariz, boca, orejas… nada de eso podía estar en el retrato porque eran imprescindibles para él. No podía pintar su rostro entero porque eso era como condenarse a perder sus mejillas, su sonrisa inquieta, su cara. Siempre había estado obsesionado por no poder incluir todos los matices de aquello que pretendía trasladar al cuadro, y por fin había encontrado la solución en ella. La pintura era como el amor: había de quedarse con todo y conceder sólo lo imprescindible. “¿Para qué entonces ese ojo?”, repuso ella sin ocultar su escepticismo. “Ésa es la clave”, contestó Hofmannsthal, “para que la representación pueda verse y me avise de aquello que falta por pintar”. De poco le sirvió al artista esta explicación, pues Rosana se limitó a guardar silencio y, untándose los dedos en un bote de tinta, dibujar en su retrato una nariz y una boca. “Esto es lo que faltaba por pintar. Aquí tienes un amor tuerto, vete a buscar quien se reconozca en él”, concluyó antes de que Victor Hofmannsthal mirase una obra suya por última vez y desapareciese para siempre.
Éste me ha gustado mucho. Tienes tanto material y tanto por contar... He ido recuperando el tiempo, echándole un vistazo a todos los posts que últimamente me había perdido y me has dejado boquiabierta. En pequeñas dosis me gusta, pero cuando tengo que ver tanta creatividad junta, me quedo pasmada :)
7 comentarios:
Para que veas!
Mejor sugerir...
que mostrar!
Muy bueno
Me encanta!
Geenial!
Retrato.
Javier López Alós
Victor Hofmannsthal ha pasado a la historia como el pintor que nunca terminaba sus cuadros. Se conocen más de doscientos lienzos firmados por él. Algunos llevan sólo una línea, otros un paisaje a punto de aparecer que en realidad podría estar también desapareciendo. En un museo de Basilea puede verse un gran castillo que debía rodearse de niebla y que da la sensación de estar flotando sobre el bosque. Es una pintura misteriosa la de Hofmannsthal, no sólo por el suspense que presentan unas obras cuya concepción final nos resulta imposible conocer, un suspense que anula la imaginación sobre aquello que falta, sino por el carácter enigmático del artista y sus extrañas razones para no finalizar sus proyectos.
En una ocasión, entrevistado con motivo de su única exposición en vida, un periodista le inquirió sobre el motivo de su renuncia. Hofmannsthal encedió su pipa, miró a su interlocutor y se encogió de hombros. “¿Y qué pongo yo en el periódico? ¿Qué clase de respuesta es ésa?”, protestó el plumilla. “Escriba unos puntos suspensivos, será lo más seguro.” El periodista tomó la contestación como una afrenta y se marchó. En la edición del domingo un titular decía “Inaugurada exposición de pintura. Artista y lugar, debajo de los puntos suspensivos”, y tres grandes círculos negros remachaban la página. La exposición fue un fracaso y, ante la inequívoca falta de interés del público por ella, fue clausurada tres días más tarde.
Victor Hofmannsthal fue siempre un pintor consciente del fracaso constitutivo en el que su trabajo consistía: captar la realidad, trocearla, calcularle lo ancho y lo profundo, decidir la perspectiva y el color y lanzarla a algún lugar en el espacio de una tela. Cada día, al terminar su sesión, miraba las manchas en sus ropas y se desataba el delantal pensando que en la percha colgaba goterones de realidad. Pero también sabía que al cerrar la puerta del taller la realidad continuaba y que seguramente ni todos los pintores del mundo, desde las cuevas del norte de España hasta el gran Monet, podrían contenerla ni en trazos ni en colores. Conocía la limitación esencial de cualquier arte, que la representación de una cosa no es la cosa misma, que no podía reducir el mundo a la paleta por más que hubiera aprendido a descomponer la luz. Ni siquiera Monet. Sin embargo, la inanidad última de su oficio le frustraba y le llevaba a la melancolía.
Victor Hofmannsthal sólo conoció un sentimiento parecido a lo largo de su vida y fue para él la única traición a una poética negativa de la que sólo dejó escrito el nombre en su cuaderno: Pictura ut amor. Amar a alguien era una tarea radicalmente insatisfactoria, pues nunca podía cumplirse el deseo de posesión por completo. Querer era querer tener, delante, a disposición en un eterno presente. Pero esa pulsión era asimismo contradictoria porque sólo se podía querer aquello que de hecho no estaba siempre presente. Y era sobre todo contradictoria porque se oponía a las insuperables condiciones de la realidad. El amor no agotaba el objeto, que seguía allí con su incontrolable vida propia, como un atardecer termina o se oscurece o se llena de truenos antes de desmontar el caballete.
Hofmannsthal vivió un romance desdichado con una muchacha de la que, a través de las cartas, sólo se conoce que se llamaba Rosana W., que era más joven que él y que su familia tenía algún comercio cerca de la estación de ferrocarril de Lausana, que el pintor frecuentaba sobre todo en los meses de verano. Se sabe que Rosana estuvo insistiendo durante largo tiempo a Hofmannsthal para que le hiciese un retrato, pero por la correspondencia podemos inferir que esta demanda tenía más de curiosidad y coquetería que de admiración: la hipótesis de que Rosana conociera la obra de su amante no resulta ya sostenible, como demostró el estudio de Philipe Natorp hace tiempo. Hofmannsthal fue en principio reacio a este encargo, temeroso de no hacer justicia a la belleza de la muchacha o de que a ésta no le agradase su visión. En el fondo, Hofmannsthal la amaba tanto que no se sentía capaz de poder reunir en el lienzo todo lo que Rosana le inspiraba.
Un día ella le forzó a demostrar la sinceridad de sus intenciones –hablaban de casarse en un par de meses si una próxima exposición en Basilea salía bien-. Le escribió que debía retratarla, que no acudiese a visitarla si antes no le enviaba el cuadro.
Hofmannsthal vació la pipa y encogió fastidiosamente los hombros, pero al cabo de un momento sonrió. Corrió a su taller y se encerró un día entero. En cuanto se hubo secado, envió la pintura en el primer tren hacia Lausana y esperó con una extraña mezcla de alivio e impaciencia. Era el primer cuadro que llegaba a terminar.
Una semana más tarde recibió una carta del padre de Rosana. Exigía disculpas o una satisfacción por el insulto a su hija. ¿Qué podía esperar de un marido que ni siquiera se dignaba a pintar su cara completa y escatima de ese modo cualquier rasgo identificativo? ¿Eso signficaba para él su hija, una cabeza sin rostro, un ojo en mitad de la nada? La humillación no tenía precedentes y la joven estaba destrozada. De poco le sirvió al artista viajar hasta Lausana y, en un descuido del padre, acceder hasta Rosana y hablarle para jurar que no había burla, que era todo producto del amor. Nariz, boca, orejas… nada de eso podía estar en el retrato porque eran imprescindibles para él. No podía pintar su rostro entero porque eso era como condenarse a perder sus mejillas, su sonrisa inquieta, su cara. Siempre había estado obsesionado por no poder incluir todos los matices de aquello que pretendía trasladar al cuadro, y por fin había encontrado la solución en ella. La pintura era como el amor: había de quedarse con todo y conceder sólo lo imprescindible.
“¿Para qué entonces ese ojo?”, repuso ella sin ocultar su escepticismo. “Ésa es la clave”, contestó Hofmannsthal, “para que la representación pueda verse y me avise de aquello que falta por pintar”. De poco le sirvió al artista esta explicación, pues Rosana se limitó a guardar silencio y, untándose los dedos en un bote de tinta, dibujar en su retrato una nariz y una boca. “Esto es lo que faltaba por pintar. Aquí tienes un amor tuerto, vete a buscar quien se reconozca en él”, concluyó antes de que Victor Hofmannsthal mirase una obra suya por última vez y desapareciese para siempre.
Éste me ha gustado mucho. Tienes tanto material y tanto por contar... He ido recuperando el tiempo, echándole un vistazo a todos los posts que últimamente me había perdido y me has dejado boquiabierta. En pequeñas dosis me gusta, pero cuando tengo que ver tanta creatividad junta, me quedo pasmada :)
este es genial!!
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